Brodofoumé, Costa de Marfil. 21 de junio. Hoy me he levantado, como todos los días, con el canto del gallo de mi padre. Rápidamente me he puesto las sandalias y he corrido hacia la vía principal del pueblo, dirigiéndome al campamento donde, desde hace nueve días, un enorme grupo de blancos europeos llevan viviendo.
Lo primero que sentí al ver a una de estas personas fue temor, pero un temor unido a una gran impresión que poco a poco se ha ido transformando en admiración. Así, dando un rodeo al campamento, me consigo colar en su recinto a través de un pequeño agujero que descubrí hace unos días en su verja. Desde ahí, contemplo cómo progresivamente se van reuniendo en la zona central de la explanada para desayunar. Me impresiona ver cómo después se meten en sus cuartos y salen cambiados completamente de ropa. En sus caras se refleja una gran emoción, ganas de ayudar y de comerse el mundo.
Tras unos avisos del que, por su mayor edad, parece su jefe, parten hacia mi colegio, para empezar la jornada. Sigo a la gran masa de blancos y les acompaño durante todo el camino, e incluso ha llegado alguna vez que alguno de ellos me ha llevado de la mano. Cuando llegamos a mi colegio, apenas puedo reconocer mi clase: las paredes están pintadas, ya no hay grietas ni humedades, el suelo es regular, ya no me clavo astillas del banco de mi antiguo pupitre, puedo llegar a ver cómo se levantan lo que parecen unos cuartos de baño que nunca antes había visto, y muchas otras cosas más.
A medida que avanza la mañana, compruebo cómo sus botellas de agua se van vaciando, y veo mi momento, me lanzo a por una. Rápidamente me escabullo entre las piernas de varios blancos y consigo agarrar dos botellas grandes, saliendo con ellas corriendo dirigiéndome a mi casa. Le entrego las botellas a una de mis madres y espero a mi hermano pequeño en la entrada de hojalata de mi humilde casa donde vivimos mis tres madres, mi padre y mis quince hermanos.
Cuando mi hermano pequeño llega a casa, nos dirigimos corriendo al campamento de los blancos, en el que esperamos impacientes en la entrada a que terminen de comer. Entonces llega el momento más esperado del día, cuando sale una de las mujeres de los jefes que se encargan de cocinar al gran grupo europeo y nos entregan la comida que ha sobrado al grupo de niños del poblado. Cuando saciamos nuestro apetito, es el momento en el que nosotros, los niños, podemos entrar al recinto de los blancos para estar con ellos. Es el momento en el que puedes ver cosas mágicas: desde unos que tocan un instrumento extraño con muchas cuerdas mientras otros cantan y bailan contigo, y hasta uno de ellos que puede hacer magia de verdad con objetos tan simples como una moneda.
Aquí es cuando termina nuestro día con nuestros héroes los extranjeros y nos expulsa uno de los del poblado, encargado de velar por la seguridad del grupo. Podemos aprovechar unos últimos instantes de la tarde para coincidir con estos ídolos, mientras van y vuelven para ir a Misa.
La verdad es que jamás me hubiera imaginado que tantas personas de este tipo se hubieran molestado en venir a mi humilde poblado de Brofdofoumé y, sobre todo, a intentar hacer feliz a un niño de ocho años como yo: Equato Yapu.
