LA PESTE ES LA MODERNIDAD.

LA PESTE ES LA MODERNIDAD - Fray Benjamín de la Segunda Venida - 11/06/2021.
«Lo que relato es la historia de los próximos dos siglos. Describo lo que viene, lo que ya no puede venir de otra manera: el advenimiento del nihilismo. Tal historia puede ser relatada hoy, porque la necesidad misma está actuando aquí. Tal futuro ya habla a través de un centenar de signos, tal destino se anuncia por todas partes. Para esa música del futuro ya están afinados todos los oídos. Toda nuestra cultura europea se mueve desde hace ya largo tiempo, con una torturante tensión que crece de década en década, como hacia una catástrofe: inquietante, violenta, precipitada, como una corriente que busca el final, que ya no reflexiona, que tiene miedo a reflexionar.»
Nietzsche, Sobre el nihilismo (de sus escritos póstumos)

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Nietzsche destiló estas palabras cuando por la superficie de las cosas corría una corriente de optimismo. La segunda revolución industrial completaba lo que no había alcanzado la primera: una mayor automatización de los procesos productivos y la más rápida circulación de lo producido gracias a los nuevos medios de transporte. La belle époque parecía estar consumando el sueño de la Ilustración, trayendo el progreso y facilitando la vida de las muchedumbres en vastas latitudes del planeta –o, al menos, en buena parte de Occidente. Quienes no recibían en su pago nativo los beneficios de este “salto en calidad” podían alcanzarlo por la emigración a aquellas áreas productivas dispuestas a recibir brazos, como ocurrió en el caso argentino.

Signo y figura de la afirmación orgullosa del «principio de inmanencia» en este período fue la promulgación de la ley del matrimonio civil. O la de la educación laica, retomando a distancia de muchos siglos el ideal del «Estado educador» ínsito en la politeia de Platón. O la instauración del registro civil con pretensión más abarcadora que el registro parroquial, ya que la nueva universalidad quería ser más que católica, fundada en un principio naturalista que, a tenor de los tiempos, debía desmocharle al mundo toda injerencia finalista. Sin distinción de credos, de raza ni nación. La automatización del hombre y de su existencia estaban al caer: serían los hábitos impuestos por las nuevas circunstancias, remachados de una generación a la siguiente, los que confirmaran el talante de esta nueva humanidad sin historia ni objeto.

Al ponerse fuera de la naturaleza de las cosas, la Revolución (sea política que cultural) no tarda en reconocer la rémora que le plantan la ley natural y la divina. Es entonces cuando la civilización advierte que no le basta con el mero despliegue de sus potencialidades para continuar su curso ascendente, y reafirma a su manera la antigua certeza de que no hay redención sin sangre. El grito de guerra «écrasez l'Infâme», asimilado a la perfección por los intrigantes de 1789, suscitó bien pronto las campañas napoleónicas que debían sustituir el ya viejo y débil Imperio por la República universal en ciernes. La contrarrevolución, allí donde ésta emergiera en aquel siglo que Daudet calificó como “estúpido”, fue sofocada sin miramientos por la pimienta de los perdigones. Y llegamos al primero de los “próximos dos siglos” que Nietzsche entrevió antes de que la demencia paralizara su pluma.

La Gran Guerra, de una vastedad y poder de destrucción inéditos hasta entonces, fue meticulosamente pensada para acabar con el último enclave político de raigambre católica que quedaba entonces en Europa, heredero del Sacro Imperio por su concepción política e incluso por su dinastía, al tiempo que acabó también con los imperios ruso y alemán. Y al cabo de un par de décadas, cuando fuera de España y Portugal (ambas sin proyección imperial alguna, abocadas a la faena de hacer pervivir su identidad histórico-cultural en el duro sitio que les venía impuesto por las circunstancias temporales) las naciones del Eje, no informadas por una visión católica pero en disonancia con el ideario iluminista dieron en recuperarse y en finiquitar el Oprobio de Versalles, la humanidad conoció un nuevo hito destructivo digno de la peor de las pesadillas, siendo la primera vez en la historia bélica en que la población civil fallecida superó a la castrense. Bombardeo de ciudades tras la rendición, instauración de unos tribunales que administraron la mentira y la venganza contra los derrotados, vejación sistemática y brutal de los prisioneros de guerra cuando la guerra ya había concluido al paso que la desesperación por el hambre en las ciudades ocupadas cuajaba cuerpos humanos como frutos en las ramas de los árboles que ahora eran patíbulos: todo el aparato terrorista y disuasorio que podía caber en los designios de unos hombres ya sin sombra de humanidad fue debidamente puesto en escena para que el escarmiento tronara hasta en el último recodo del orbe, para remachar con veredicto de acero una deriva histórica encauzada por el puro arbitrio humano. Con proa a la Ciudad del Hombre, «como una corriente que busca el final».

El advenimiento del nihilismo previsto por Nietzsche se consumó sin demoras en el siglo XX, con Estados declaradamente ateos y costumbres ídem, incluso en aquellas naciones que no hacían profesión expresa de impiedad. Fenómeno de veras inaudito, en adelante y por casi media centuria, hasta la caída del simbólico muro divisorio, la bipartición del mundo no fue sino una proyección universal de la dialéctica de los opuestos formulada oportunamente por Hegel y ya insinuada en la triple proclama revolucionaria de 1789. La soberbia consagraba al ídolo de una libertad rea de las pasiones desbocadas; la envidia vindicaba a su vez al igualitarismo de la colmena. Porque los tiempos modernos cumplían el difícil prodigio de hacer de los siete pecados capitales otras tantas virtudes cívicas. Faltaba no más consumar el viejo sueño masónico de la fraternidad universal, síntesis de los opuestos y «fin de la historia», en expresión que le mereció a su autor encendidas críticas de parte de aquellos mismos que la confirmaban con su errabundia a-histórica, sin tradición ni arraigo más que en un vago presente sin contornos.

Fuera de las tensiones internas inevitables por la misma ley de la naturaleza, fuera de algunos casus belli mejor o peor amañados para justificar invasiones en pos del petróleo, el gas o el agua, las guerras en este período están ceñidamente circunscritas y no parecen comprometer la «paz mundial» o la entelequia kantiana que se designe con tal alias. Ya no hay imperio o nación lo suficientemente fuerte como para impugnar el ideario iluminista (y que urja, por tanto, abatir, como ocurrió en las dos guerras mundiales). Pero la historia, como al cabo se comprobó, no fue clausurada, y si su resolutio cumple a un milenio metahistórico, esto será al modo de la promesa contenida en la segunda de las bienaventuranzas y en el capítulo XX del Apocalipsis, que no por cierto en las extravagancias de Fukuyama.

Ahora bien: la experiencia demuestra que el volcán siempre activo de las discordias no se deja aplacar por concilios de plenipotenciarios ni por los cánones del derecho internacional público, y que donde se recusa un abordaje sobrenatural de las realidades temporales sólo puede auspiciarse una paz efímera y aun falaz, “tal como la da el mundo”. Nada más recíprocamente contrastante que las «treguas de Dios» conocidas por la Cristiandad medieval y la «guerra fría», engendro de nuestro lánguido eón. Y más: si la guerra, “institución permanente de la humanidad” (en palabras de un papa que podrían haber sido escritas por Heráclito), es calculadamente evitada por temor a la escalada mortal que resultaría de ella visto el alcance planetario de las agresiones que pudieran desatarse, lo más probable es que de ello se siga una guerra encubierta contra la población que, a modo de estabilizador de tensiones, evitara una catástrofe de magnitudes impredecibles.

La historia, por mucho que se lo pretenda, no puede escapar a las leyes de la naturaleza, que aborrece el vacío: la autofagia de nuestra sociedad histórica, limitada al escamondeo más o menos selectivo de sus retoños humanos, se garantiza por este medio la continuidad del devenir temporal, asumido como un fin en sí mismo. Cunden entonces las leyes de cuño homicida, como el aborto y la eutanasia. Y medran los hábitos autodestructivos fomentados por la gran propaganda, y la abolición sin atenuantes de familia, patria y religión, al tiempo que la delincuencia goza de protección jurídica. Y cuando, en el apogeo de aquella larga liza declarada contra todo lo que conlleve rasgo de humanidad, la población sobreviviente e inerme se revela capaz de las humillaciones más escabrosas, se la zarandea entonces con alarmas destinadas a revivir los terrores pueriles, el cuco, y se hace de toda ella el rehén de cuatro o cinco magnates sin escrúpulos. Recursos huelgan para tal cometido: dineros son calidad, y con ellos se adquieren compañías farmacéuticas transnacionales, medios de comunicación y complicidad de gobernantes y parlamentarios. La vieja utopía de una república universal inmanente como la crisálida se completa con la nota no menos aberrante de la robotización de la estirpe de Adán, y la hibridación posible del hombre con la máquina confirma las peores pesadillas concebidas por la ideología del transhumanismo .

La peste es la modernidad. Se han dejado herrumbrar las barreras sanitarias que nos defendían del orgullo, principal de las pestilencias, y hoy campea a sus anchas la infección múltiple de error, confusión, mentira e ignorancia. Lo que antaño fue una civilización (y la más digna de tal nombre que la historia haya conocido por su tensión a formas siempre más elevadas de perfección civil) hoy es un magma fétido, efecto de una prolongada desviación del orden racional y providencial. Y se quiere sellar y consolidar esta esclavitud a través de maniobras de terrorismo global que introduzcan, si fuera posible, a todos, todas y todes en aquel sombrío reino en cuyo ingreso Dante vio grabada la escalofriante inscripción: «lasciate ogni speranza voi ch’entrate».

Fuente: nobisquoque.blogspot.com/2021/06/la-peste-es-la-modernidad.html

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