Bergoglio demuestra que se burla de Dios y que no profesa la fe católica al negar las consecuencias del Pecado original niega la necesidad de redención de Jesucristo.
–El pecado original produjo en el hombre y en el mundo tremendas consecuencias, efectos que se ven actualizados en cierta medida por todos los pecados personales posteriores. El pecado, enseña Trento, dejó al hombre bajo el influjo del Demonio y enemigo de Dios; y «toda la persona de Adán fue mudada en peor, según cuerpo y alma» (Dz 1511;
cf. Orange II: Dz 371, 400). Deterioró, pues, profundamente toda la naturaleza humana, despojándola de la santidad e integridad en la que había sido creada, inclinándola al mal, ofuscando la razón, debilitando la voluntad, trastornando gravemente las sensaciones, pasiones y sentimientos. Hizo del hombre un mortal, un viviente deudor de la muerte. Al mismo tiempo, la creación entera se hizo hostil al hombre,
por cuyo pecado fue «maldita la tierra» (Gén 3,17), quedando sujeta a «la servidumbre de la corrupción» (Rm 8,21).Por tanto, el pecado está siempre en el origen de los innumerable sufrimientos y maldades de la humanidad, y de cada hombre, a lo largo de los siglos. Y estará hasta que vuelva el Cristo glorioso y sujete todas las cosas «a quien a Él todo se lo sometió, y Dios sea todo en todas las cosas» (1Cor 15,28).
–El pecado mortal separa al hombre de Dios, y lo deja, si es cristiano, como un miembro muerto del Cuerpo místico de Cristo, como un sarmiento de la santa Vid que está muerto, sin vida y sin fruto; lo desnuda del hábito resplandeciente de la gracia, y profana el Templo vivo de Dios. Por él se pierden todos los méritos adquiridos por las buenas obras –aunque la vuelta a la gracia puede hacerlos revivir (
STh 111,89,5)–. El pecador, sujeto a Satanás, se hace por el pecado mortal merecedor de la condenación eterna. «Cayó la corona de nuestra cabeza. ¡Ay de nosotros, que pecamos!» (Lam 5,16)…
El pecado aniquila de algún modo la persona humana, al separarla de Dios, al desfigurar en ella la imagen de Dios. Los hombres por el pecado «sirvieron a las criaturas en lugar de al Creador, que es bendito por los siglos» (Rm 1,25), y de ahí vinieron sobre él todos los males que les aplastan (1,25-33). El pecador, por su pecado, dice San Agustín, «se aparta de Dios, que es la luz verdadera, y se vuelve ciego. Todavía no siente la pena, pero ya la lleva consigo» (
Sermón 117,5). «¿Te parece pequeña esta pena? ¿Es cosa baladí el
endurecimiento del corazón y la
ceguera del entendimiento?» (
In Psalmos 57,18). «Como el cuerpo muere cuando le falta el alma, así el alma muere cuando pierde a Dios. Y hay una diferencia: la muerte del cuerpo sucede necesariamente; pero la del alma es voluntaria» (
In Ioannis 41,9-12;
cf. Rm 7,24-25).
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